Había una vez un pequeño pueblo
enclavado en un hermoso rincón, donde la magia de la infancia se tejía con los
hilos de la lluvia de otoño. Era un lugar donde la estación de las hojas
doradas pintaba de colores cálidos cada rincón, y los niños eran los protagonistas
de un cuento que se desplegaba al ritmo de las gotas que caían del cielo.
En aquellos días, cuando el aroma de
tierra mojada era una fragancia habitual, las calles del pueblo se llenaban de
risas y aventuras. Los niños corrían bajo la lluvia, saltando en charcos que
parecían ocultar secretos bajo el agua. Los viejos tejados, cubiertos de musgo,
susurraban historias a medida que las gotas de agua se deslizaban por sus
canales y caían al suelo con una suave melodía.
Las calles empedradas con el pasar de
los días se cubrían de hierba, como si la naturaleza misma quisiera reclamar su
espacio. Los niños corrían por aquellas piedras pulidas por el tiempo,
disfrutando de sus juegos en alegre algarabía. En ocasiones, construían
pequeñas presas en los pequeños arroyos que corrían por las callejas, desviando
el agua con piedras, tierra, hojas y ramas con las que construían sus pesqueras
que al quitarlas daban paso a unos palitos de madera que simulaban ser barcos y
que corrían veloces por el agua para ver quien llegaba primero hasta la meta.
Cuando el atardecer teñía el cielo de
un anaranjado vibrante, los niños se detenían para contemplar la majestuosidad
de las grullas que volaban en formación, sus siluetas recortándose contra el
crepúsculo. Era un espectáculo que nunca dejaba de asombrarlos.
Con la llegada de la noche, las
farolas se encendían, arrojando una luz tenue sobre el pueblo. Los niños se dirigían
a casa, donde sus familias los esperaban en la puerta. El calor del brasero en
el centro del comedor acogía a todos, y las historias se desplegaban con cada
chispa que saltaba, con cada vez que se removían las brasas que popularmente llamaban "echar una firma". La risa, el aroma
de la cena cocinándose en la cocina de leña y la sensación de seguridad
llenaban el hogar.
Cuando finalmente la noche se
adueñaba del pueblo, el sonido del viento se convertía en una canción que
arrullaba los sueños de los pequeños. Las calles vacías quedaban en silencio,
con las estrellas brillando en el cielo y el aroma de la lluvia aún impregnando
el aire. La infancia en ese pequeño pueblo estaba llena de magia, donde la lluvia
de otoño, los juegos callejeros, las historias familiares y la naturaleza se
unían para crear recuerdos imborrables en el corazón de aquellos niños que dormían
felizmente jugando en sus sueños.