Aquella
mañana de diciembre el día amaneció más sereno que de costumbre, todo parecía
tener paz, todo era más sereno y tranquilo. Gabriel el molinero pensó que hoy
era distinto. Hacia frio y la niebla comenzaba a levantar por los álamos del
rio. De repente un estruendo y a lo lejos una bandada de pájaros alzan el vuelo
y abandonan sus dormideros bajo la tenue luz de los primeros rayos de sol.
Salen de arboles desnudos que poco antes estaban teñidos de blanco como enormes
matas de algodón.
Su
casita estaba cerca del rio, al lado de un antiguo camino que conservaba
todavía los charcos de agua de las últimas lluvias que duraron más de una
semana. Miraba la vieja aceña y recordaba aquellas noches de verano con la luna
reflejada en el remanso de la pesquera.
Recordaba como le gustaba entonces dormir al raso en las calurosas noches del estío, sintiendo el murmullo del agua y viendo el
resplandor de las estrellas. Mientras pensaba y su mente volaba, liaba un
cigarrillo. Al dar la primera calada despertó de sus pensamientos y fue a llevar
heno a su caballo y a la cabra que tenía en un corral aledaño.
Luego
fue a por leña, algunas matas de jara, escobas y unos papeles que en el corral
guardaba. Al llegar a la casita pensó que hoy era especial. Encendió una buena
candela, la mejor que había hecho jamás. El humo salía por la teja vana y la hermosa lumbre empezó a
iluminar la estancia. Tenía encendido los candiles ya que lo temprano de la
mañana y las pequeñas ventanas, no dejaban pasar mucha luz todavía.
Sonrió
y dando una calada al cigarro, frotó sus manos enérgicamente y puso el puchero
del café a calentar. Entonces fue a una pequeña alacena y cogió una botella de
aguardiente y decidió compartir con ella esos momentos en soledad.
Bebió
dos buenos tragos antes de que el café estuviera listo, tanto calor cogió entre
la lumbre y el aguardiente, que tuvo que retirar el tajo de madera bien para
atrás. Decidió hacer unas migas, llamó a su perro Sultán y a sus gatos Pepa y
Toño. El era hombre soltero y sus animales le hacían mucha compañía durante
todo el año, pero especialmente en los días de invierno que se pasaban horas y
horas a la lumbre con él.
Gabriel
estaba acostumbrado a pocos refinamientos, en su casita de las vegas nada de
lujos y comodidades, todo era muy práctico y austero. Tres sillas, dos tajos,
una banqueta, un pequeño banco, una mesa para comer, la cama y pocas cosas más.
Cuando
subía al pueblo algunas veces se quedaba en casa de su hermana Lola, aunque no
era muy dado a ello, ya que solía subir y bajar en el mismo día. En las fiestas
gordas bajó alguna vez dormido en su caballo, menos mal que el corcel se sabía
bien el camino.
Las
migas ya estaban listas y el café a punto, cogió su esculla (cazuela de barro) y se dispuso a prepararse un buen
desayuno; pero miró a su perro y sus gatos y le dio pena, entonces decidió que
ellos no estuvieran mirando mientras él se apajonaba (comía) de lo lindo.
Esa
mañana les echó una buena ración y les calentó leche de cabra para que comieran
en abundancia. – Bastantes estrecheces habían pasado tiempos atrás, que coman
los pobrecitos – pensó, y empezó a acariciarlos con mimo. Recordó aquellos años
de hambre y miseria, cuando corría de los guardias rebuscando bellotas en las
dehesas.
Solo
cuando vio relamerse a los gatos y a Sultán sentarse a la lumbre se preparó su
café y dio buena cuenta de las migas. Casi había disfrutado más viendo a sus
animales celebrando tan opípara ocasión, que el suculento desayuno que se
estaba metiendo entre pecho y espalda.
Cuando
terminó, cogió de nuevo la botella de aguardiente y trinco un buen trago, era
ya el tercero. Se preparó otro cigarrillo y lo encendió cogiendo un tizón que tenía
brasa con las manos. Aquellos grandes dedos estaban curtidos por el calor y el
frío.
Observaba
orgulloso la chacina colgada en las cañas, su hermana hacia siempre muy buenos
chorizos y morcillas y ese año la matanza había sido buena y tendría jateo (comida) para tiempo. Además tenía
colgadas unas buenas ristres de ajos, pimientos, tomates de cuelga, melones,
uvas pasas y unos sacos de castañas y nueces que había cambiado por verduras.
Había
sido un buen año de cosecha y aunque sus tierras eran muy poco extensas para
sembrar en la vega, tenía veintidós olivos en la Barrera del Ronco que le
surtían de aceitunas y además tenía el trabajo de molinero en la aceña. – Para
mí solo me apaño –, le decía a los amigos.
Avivó
el fuego y echó un par de buenos leños de encina, hoy era domingo maleto y la gente de las huertas no subía al pueblo. Pero
estaba contento, porque su hermana Lola y su cuñado Manolo vendrían a verlo y
comerían con él. Por eso tenía el puchero de berzas preparado, había echado un
repollo con su patata, hueso, tocino y morcilla
de Kiko, al verse solo aprendió a manejarse bien en la cocina.
Sonrió
al recordar una vez que comió con su hermana el Día de La Pura (Inmaculada Concepción) y se enredó con su cuñado de
vinos. Al regresar a la huerta con su amigo Francisco el Barquero, se quedó
dormido en el caballo y al cruzar un regato se cayó. Siempre le contaba eso al
cuñado, algo que a su hermana poca gracia le hacía.
Abrió
la puerta y salió al portal junto al viejo naranjo que guardaba un pequeño
jardín de flores que con esmero cuidaba. El sol calentaba poco y como no tenía
mucha tarea decidió volver a la lumbre. Enfiló de nuevo a la botella de
aguardiente y se metió un buen trago, era el cuarto de la mañana. Había tenido
unas molestias en el pecho desde hace un tiempo y eso le hacía el día más
llevadero.
Entonces
su mente recordó el día en que fue al mercado de Plasencia; por aquella época
era más joven y su hermana aun no estaba casada. Iban con su padre a vender
frutas, verduras y hortalizas. Allí vio a una señorita de tez pálida que
desprendía aroma a rosas y andaba con finura y elegancia. Su voz era cálida,
parecía un ángel. Gabriel parecía estar en una nube, se había quedado prendado
de aquella dama de elegante sombrero.
Después
de tantos años, cuando viajaba a Plasencia seguía viéndola con el mismo porte y
elegancia, pero ya con más canas y algunas arrugas en la cara. Pero la piel
seguía teniendo ese color pálido, y su mirada dulce, y su voz melodiosa.
A
su hermana le decía que guardara las mejores frutas y verduras para ella y para
otra anciana señora que siempre venía con el dinero contado y a la que muchas
veces fiaban. A esta pobre mujer siempre le regalaba algo, patatas, tomates,
pimientos o en verano algún melón pequeño traído especialmente para ella, ya
que grande no lo quería. Era viuda y caminaba apoyada en un bastón, llevaban
muchos años conociéndola y siempre les compraba a ellos.
Gabriel
despertó de sus pensamientos y se levantó del tajo. Salió de nuevo a la puerta
y cerrándola, caminó hasta la vieja aceña. Allí muy cerca tenía un pequeño
trasmallo, ese día su hermana se llevaría unos peces a casa y algunas frutas,
verduras, castañas y naranjas que había puesto en una cesta de mimbre que le
había hecho unos días atrás, cuando la lluvia no le permitía apenas salir de
casa. Estuvo casi dos horas pescando con el trasmallo, se había mojado y sabía
que a ella no le gustaba verlo sucio y desaliñado.
Pronto
vendrían de Madrid sus otros dos hermanos, Antonio y Ramón, a pasar las
navidades. Ellos se fueron a la capital emigrando como muchos extremeños a
buscarse una vida mejor y huir de las penalidades del campo. Antonio el más
pequeño de todos los hermanos trabajó de barrendero un tiempo, pero cuando
venía al pueblo decía que era encargado en una gran fábrica, pero un día unos
paisanos lo vieron y al llamarle la atención se escondió el muy tunante. Este suceso dio luego con el
tiempo para unos buenos cantares en el pueblo.
Luego
con los años si entró a trabajar en una fábrica, pero como decía su cuñado
Manolo – Tanto traje y tan bien hablao y solo es un obrero pelao –. Y es que la
primera vez que regresó al pueblo se le veía muy seseado (el extremeño apenas pronuncia la ese al final). Pero es
que a su mujer Amparo se le escapaban las eses por todos lados. Esto en Gabriel
provocaba una sonora carcajada y era algo que a su cuñada no le hacía ninguna
gracia.
El
suegro de su hermano decía que desde que se habían ido a la capital eran muy
refinados, ella siempre venia con buenos vestidos y peinada de peluquería y el
muy trajeado. A él le decía que era un
ñoño y a ella una señorita porque el campo les resbalaba – Con los terrones
y rollos que habían quitado en las huertas que tenían al lado, y ahora ya no
querían venir porque el maíz les daba mucha picaña–.
Comentaba el pobre hombre sobre su hija y su yerno.
Ramón
era el segundo de los hermanos y estaba muy unido a Gabriel, ya que este era el
más grande y desde muy pequeños tuvieron que sacar adelante a la familia al
morir su padre de neumonía. Era militar y ya había ascendido a sargento, pero a
pesar de su puesto seguía siendo igual de campechano. Además eran muy
parecidos, solo que su pelo era más escaso y lucia un majestuoso bigote propio
de gente importante.
Siempre
que venía le ayudaba en las faenas del campo, tenía una moto grande que traía
alguna vez cuando llegaba solo. Recordaba a Sultán saltando y ladrando contento
cuando lo veía aparecer por el camino pitando, su perro quería mucho a su
hermano.
Su
cuñada Victoria era una mujer dulce y trabajadora, aunque no era del pueblo
siempre se hizo querer en la familia. Siempre le traían algún detalle de
Madrid, postales, calcetines y buenas camisas para que estuviera elegante,
aunque él no las tenía en la huerta, se las guardaba su hermana en su casa para
los días de fiesta grandes. Sus hermanos se quedaban en la vieja casa de su
madre cuando venían, él prefería quedarse en la casita de las vegas. Desde que
murió su madre le apena mucho entrar en ella.
Cuando
terminen de construir el puente ya no volverían a cruzar por La Barca, pensaba en su amigo el
Barquero y en que pronto abandonaría su oficio como hará el con el de molinero.
La vieja aceña ya no era rentable, muchos días la hacía funcionar solo para ver
la gran rueda y el sonido del agua cayendo de los cangilones y el ruido de la enorme piedra de granito movida por el rodezno.
Con
el paso de los años ya solo molía para unas pocas personas y familiares, pero
eso sí, se enorgullecía de tener la aceña siempre en perfecto estado. Quería
dejar la aceña tal y como la dejó su padre también molinero y su abuelo, del
que aprendió el oficio que iba ya por la cuarta generación.
La
propiedad de la aceña era de su tío Andrés y de su padre, pero al morir paso a
ser de los hermanos, aunque al final era Gabriel el único que siguió el oficio.
Su tío como era muy mayor y no tenía familia, delegaba en el todo el trabajo y
recibía una parte de las makilas (medidas)
de harina procedentes de la molienda.
Quería
que todo estuviera impecable, así que barrió la casita, preparó las sillas y
cubrió con un mantel de hule que llevaba el mapa de España. La vieja mesa de
madera parecía ahora una mesa de auténticos señores.
Aquí
no había venido la moda de la capital, como dicen sus hermanos, y todos comían
del mismo plato, una gran fuente rectangular que Gabriel saco de la alacena.
–Tanto remilgo pa luego tener que fregar
tantos platos –. Les decía entre risas.
Se
quitó la ropa mojada, se aseó un poco y se cambió. Luego se peinó bien repeinao para que su hermana no le dijera que estaba
hecho un jirulo (desaliñado).
Entonces arrimó el puchero de berzas a la lumbre para que estuviera listo a la
hora de comer.
Hoy
estaba especialmente feliz y tranquilo, parecía un día especial, así que cogió
de nuevo su tajo y prendió otro pitillo. Miró de reojo la botella de
aguardiente pero esta vez ya no se atrevió a catarla, a su hermana no le
gustaba el olor a vino y aguardiente y se tenía que andar con cuidado, ya que a
su cuñado Manolo lo tenía más derecho que una vela.
Pasó
el tiempo en compañía de sus gatos y su perro Sultán al calor de la lumbre que
de vez en cuando atizaba con las tenazas. Miró el puchero y vio que estaba
listo, por lo que lo retiró y lo dejó cerca para que estuviera en su punto a la
hora de comer que ya pronto se acercaba. Luego cogió una pota la arrimo a la lumbre para calentar algo de agua. De repente
sintió mucho calor y un gran sofoco y pensó en quitarse la chaqueta de pana y
ponerla encima de su cama de burrillas.
Estaba extrañamente cansado y se recostó un poco antes de que llegaran sus
invitados.
Entonces
se quedó plácidamente dormido, como si fuera el último sueño.
Y
a su mente llegaron muchos recuerdos que le hicieron esbozar una sonrisa.
Y
recordó los alisos, álamos y fresnos y las grandes crecidas del río.
Y
los días de pesca con su amigo francisco el Barquero.
Y
el murmullo del agua en la vieja aceña cuando molía el trigo.
Y
de pequeño cuando jugaba con sus hermanos a romper los carámbanos en el camino
de la aceña.
Y
la elegante dama con su tez pálida y su voz suave y melodiosa.
Y
cuando iban a esperar a la Virgen de Valdefuentes a la Cruz de la Ansomá con su
abuela.
Y
a sus padres bailando al son de tamboril y castañuelas.
Y
a la luna, la hermosa doncella que se reflejaba en el río acompañada de miles
de estrellas.
Tantos
y tan hermosos recuerdos le venían a la mente que parecía flotar de alegría.
Cuando
su hermana y su cuñado llegaron, se lo encontraron tumbado en la cama con una
sonrisa en sus labios y su perro Sultán aullando con los gatos sentados al
lado. La casita ordenada y limpia olía a puchero de berzas.
A
un lado una cesta de mimbre con naranjas, un cubo lleno de peces y tres sacos
con verduras, hortalizas y algunas nueces y castañas que tenía preparado para
que se los llevaran. La lumbre como siempre con buenas brasas para que la
estancia estuviera bien caldeada.
El
llanto alertó a Julián un paisano que iba con su mulo por el camino que se
acercó y que inmediatamente dio la voz de aviso a los demás vecinos de las
huertas que pronto acudieron. El primero su amigo Francisco el Barquero que
vino presto con su carro y su caballo para llevar a su amigo en su último
viaje.
Y
cayendo la tarde sube al pueblo por última vez, eso sí como quería su hermana,
iba con sus mejores galas. Al lado sin dejarlo un momento, su perro Sultán no
dejaba de mirar aquella manta que envolvía el cuerpo de su amo y amigo que
tanto cariño le dio.
Al
cruzar el Arroyo de la Nava ya se divisaban cientos de pájaros en dirección a
los arboles del río para engalanarlos de blanco como el algodón, pero antes
dieron vueltas por encima de la triste comitiva como en señal de despedida.
Dejaron
las vegas y enfilaron la larga cuesta flanqueada por encinas y olivares por las
Tierras del Penitente. A lo lejos José el Pastor se para con sus ovejas y en
señal de duelo se quita su gorra y deja escapar en silencio unas lágrimas que
resbalan entre las arrugas que el tiempo dejó en su cara.
Al
llegar a la Cruz de la Ansomá el sol se escondía en el horizonte y las campanas
doblaban en memoria de Gabriel. Mucha gente vino a esperarlo aquí y lo
acompañaron hasta llegar al pueblo de cuyos tejados salía humo y de sus casas
olor a sopa de ajo y torrezno frito. Las calles empezaban poco a poco a
alumbrarse con la tenue luz de las farolas que daban al ambiente un toque
amarillento.
Cuando
llegaron a la vieja casa de su madre, las linternas alumbraban las ventanas,
allí descansó la última noche junto a su fiel Sultán que de sus pies no se
despegaba.
Gabriel
sabía que hoy era especial, el día que hizo el último viaje. Ahora vería su
casita y su vieja aceña acompañando a la luna como una estrella más del
firmamento.
Juan
Jesús Sánchez Alcón
La historia es un
relato de ficción y los nombres son inventados. Pero muchos de los hechos y
vivencias que aquí se cuentan, están basados en historias reales que han
servido de base para esta narración que describe la vida y costumbres de la
Extremadura de mediados del siglo XX.