Mari Cruz y Juan Jesús Sánchez Alcón |
Era
un día de fiesta gorda en Montehermoso, y por eso estrenaba unas calzonas de
cuadro, un niki blanco, y unas sandalias abiertas. Lo malo es que cuando te las
pisaban, podían hacerte daño en los dedos. Y es que por entonces era costumbre
cuando estrenabas botas, zapatos, zapatillas o sandalias, que te dijeran lo
siguiente:
– ¡Que las rompas cuando te mueras! –
Seguido
(claro está) con el consiguiente pisotón para ensuciártelas. Y no solo eso,
encima luego llegabas a casa y cobrabas, y no precisamente dinero. Al verte con
las zapatillas nuevas sucias o embarradas, tu madre se quitaba su zapatilla y
con ella te calentaba bien las nalgas.
Pero
vamos a lo nuestro. Ya “remuao”, mi
madre me peinaba, y yo no paraba quieto impaciente por salir a jugar. Cuando
terminó, fue a coger colonia para echarme y yo nervioso me asomé a la puerta.
Como
no podía ser de otra manera, al asomarme por la cortina a ver si veía algún
niño por la calle, me despeiné todo, así que mi madre me cogió del brazo y otra
vez a peinarme de nuevo. Claro que entonces tenía más pelo, y muy rubio. El
peinado habitual era con la raya al lado. Lo que mi madre no sabía, era que la
raya y el peinado me iba a durar lo que me juntara con los niños de la calle.
La
colonia, ¡hay que recuerdo tengo siempre de cuando la íbamos a comprar a la
tienda de tía Crescencia que la teníamos al lado! Nada más entrar aquel olor
tan bueno. Las chucherías que allí comprábamos, las revistas, los cuentos (que
luego resulta que se empezaron a llamar comics con el tiempo). Y esa voz cálida y esa sonrisa
de tía Crescencia. ¡Bonitos y entrañables recuerdos!
Bueno, ¡a lo que te voy! Íbamos porque mi madre me peinó y echó colonia, hay lo
dejamos. Cuando estuve listo, salí pitando a la calle. Creo que os había dicho
que la raya del pelo me duraría hasta cuando me juntara con los niños. Bien,
pues me equivoqué. No llegó ni a eso. Al salir de casa, la cortina me “espelujó” (despeinó) de nuevo, pero
cualquiera volvía a casa. Solo podía esperar que mi madre se quitara la
zapatilla y me pusiera firme.
Fui
al Bar Pistón a ver si salía José Luis. Nada más verme salió y fuimos a buscar
a Carlos y sus hermanos "Los Mellis". Ya estábamos cinco. Luego se unió
Constancio, otro de Santibañez el Bajo, y cuatro niños más. Uno era Miguel,
otro el hijo de un taxista y los nietos de tía Crescencia. Doce niños con ganas
de jugueta en un día de fiesta gorda.
Corríamos
por la plaza y las campanas tocaban a misa mayor, las mujeres iban a la
iglesia, y las mozas muy “pispiretas” (coquetas)
sonreían alborozadas cuando se encontraban con algún chico.
Estábamos
jugando a coger en los portales, todavía no habían puesto las carteleras, lo
hacían después de misa. En eso andábamos, cuando un hombre muy grandón con
sombrero y un cigarro en la boca que salía del bar de Ramón el Americano nos
dijo en voz alta:
– ¿Que jadei paquí
judinganuh? Hala coñu, irvuh a misa. –
Esto
traducido para quien no entienda el habla montehermoseña sería algo así como:
–
¿Qué hacéis por aquí malandrines? Hala coño, iros a misa. –
–
Nosotros no vamos a misa porque ya no hay sitio. – Le respondió uno de
nosotros. Ya os podéis imaginar quien fue.
Aquel
hombre grandón miró serió y dijo:
– Ya
se lo digu yo a Don Honoratu el praticanti, vereih cuandu voh enganchi, vereih.
–
¡Oh
dios mío! Casi por instinto me agarré las nalgas recordando las inyecciones de
Don Honorato. El olor a alcohol cuando quemaba las agujas. Los niños llorando
después del jerronazo. Y es que antes era esto o el supositorio. ¡Chacho,
chacho! Mejor no ponerse malo. El dalsy no nos tocó a los de mi generación.
Los
niños reían y reían. El hombre grandón más cabreao que se ponía. Y yo pensaba
para mí. Si, si reíros, reíros, que como venga Don Honorato, aquí no queda ni
uno.
El
hombre enfiló al bar de Virgilio, y nosotros seguimos a lo nuestro a jugar. Sé
que entrando le dije que porque nos decía que fuéramos a misa y él no lo hacía,
y además se iba de bar en bar bebiendo chatos de vino.
Esto
parece que desconcertó un poco al hombre grandón y no le hizo mucha gracia. Pero
no dijo ni pío. (a eso hoy en día creo que lo llaman “zasca”, antes era “dejar
planchao”). ¡A jugar otra vez muchachos! ¡Yujuuu!
No
sé cuántos chatos se bebería, pero volvió a salir y siguió a lo suyo:
– Dejaruh que se lo diga a loh rodalih. –
Los
niños más risas. El hombre ya tartamudeaba de la “melopea” (borrachera) que cada vez más se le notaba. No sabían lo
que les esperaba.
¡Ah
por cierto! Los Rodales era como llamábamos así en esa época a los policías
municipales.
– También
se lo voy a decir al cura, veréis cuando vaya al Pistón. – Volvió a decir en
alto.
La
cara de José Luis cuyo padre José tenía el Bar Pistón era un poema, pero es que
la mía también lo era. Vivía al lado, y allí pasaba muchos días jugando con él. ¡Que cizañoso era el hombre grandón!
Una
de las veces lo vi cómo se daba la vuelta y se reía, pero luego al mirarnos se
ponía todo serio. No sabíamos que nos estaba tomando el pelo, y además que
estaba escocido por lo que yo le había dicho. ¡Que joio el hombre grandón!
Vuelve
al bar de Ramón el Americano, pero antes de entrar y en plan amenazante al ver
que lo otro no le daba resultado, dijo en tono serio:
– ¿Voh
seguih riendu no? Esperarbuh que se lo diga a loh guardiah, que vaih a dormil
en el calabozu pelandu patatah. Reirvuh, reirvuh. –
Y se
metió donde Ramón riendo, medio tambaleándose.
Nosotros
a lo nuestro, jugando y corriendo. El hombre grandón nos miraba desde la puerta
con el cigarro en la boca y riendo.
En
esas que pasamos por la iglesia, la gente ya apuraba porque iba a empezar
pronto la misa. Veníamos por la calle de tía Miguela corriendo en dirección a
la plaza, cuando de repente salió de casa Don Honorato (el practicante), el
hombre cerraba la puerta y nos miró, pero sin nada más, y nos echó una sonrisa.
Nosotros nos quedamos todos parados sin saber qué hacer. Pasó no sé cuánto
tiempo (seguro que segundos, pero que se hicieron eternos). Entonces saltó el
que faltaba. El hombre grandón asomado gritaba riendo desde la puerta del bar:
– ¡Ahora, ahora! Cogiloh y ponlih a to una buena
endición (inyección). –
Madre
que templa de correr señor. Yo tiré por la calle del comercio de tía Felipa y tía Carmen en dirección al Corral Concejo. Ya ni recuerdo quien venía conmigo,
el caso es que no sé de donde aparecieron los rodales. Venían tío José y Máximo.
Tío José
me miró y me dijo:
– ¿Qué hace por aquí el rubiales? –
Y me echó una sonrisa. Se
llevaba muy bien con mis padres y nos apreciaba mucho. Máximo nos miró serio y
nos dijo:
– ¿Qué hacéis que no estáis en misa? –
¡Ya
está! Aquel hombre grandón avisó al practicante y ahora había avisado a los
rodales pensé yo. Otra vez a correr. Llegué hasta el cine Osuna de verano y lo
rodeé (ya solo) para salir por la calle del estanco de tía Petronila. No fuera
a ser que vinieran los guardias, el cura, o que se yo.
Después
de un buen rato de mirar de esquina en esquina, me fui a casa. Miré en la calle
y no vi a ningún niño ¿Dónde andarían?
Me
puse a jugar con una carroza con seis caballos blancos. De vez en cuando me
asomaba a la calle y nada. No venía nadie. Ya una de las veces vi venir
corriendo a Los Mellis, los llamé, pero ni me hicieron caso. Corriendo se
fueron a casa de su abuela del susto que llevaban.
Luego
al cabo de un rato vi a José Luis venir colorao como un tomate y se metió en el
bar. Yo cogí mi carroza y me fui con él.
Al
principio había pocos hombres en el bar, pero al acabar la misa empezó a venir
más y más gente. José Luis y yo jugábamos en la salita de la entrada que estaba
a la derecha. En esas andábamos cuando vi que salió corriendo disparado y
aquello me extrañó. Yo seguí a lo mío conduciendo mi carroza por el suelo. ¡Bueno, mi diligencia que queda más fino!
Arreaba
a los caballos, cuando levanto la vista y veo a Don Antonio el cura con aquella
sotana negra (Entonces comprendí porque salió corriendo José Luis). Tenía su café a cuenta, y seguro algún vino también pagado. Charlaba con
un hombre trajeado cuando miró donde yo estaba. Me quedé petrificado y sin
poder moverme. Tampoco se movían ya los caballos, por supuesto.
Solo
tranquilicé cuando llegó mi padre con sus amigos, que también eran sus compadres.
Se acercaron a hablar conmigo y bueno, entre todos algo me convidaron. Eso sí,
no quitaba ojo al cura por si acaso.
Miro
a ver si venía José Luis y lo veo escondido mirando de reojo a Don Antonio por
la puerta, de las escaleras que daban a la casa. Vuelvo a seguir con mi juego
porque si no los caballos no andaban nada, cuando de repente…¡Madre del amor
hermoso! Pues que de repente entraron los guardias.
De
chiquino no conocía la frase “al borde de un infarto”, bueno, pues creo que así
estaba yo en aquel momento. Los guardias hablaban con mi padre y sus compadres.
Yo pensaba ya que le estarían diciendo:
– Tu hijo Juan Jesús hoy va a pelar
patatas durmiendo en el calabozo. –
Y encima veía como mi padre y los otros se
reían. ¡No podía ser!
Ya
ni sabía dónde tenía la carroza con los caballos. El corazón a 100, bueno a 200, ¡que digo!…a 300
por hora. Aginado y encima solo en aquella salita sin escapatoria. Ya me veía
caminando esposado y los guardias apuntándome con las pistolas.
Un
guardia me miraba y sonreía, pero yo ignorante creía que era porque pensaba que
se alegraba de llevarme al calabozo. Así que en un momento de descuido que no
me miraban salí “escopetao” corriendo
del bar.
Me
quedé un rato cerca de la casa de tía Dionisia y el Bar Barato. En esto que un
guardia sale del bar y levantando la mano me dice:
– ¡Chico! Que te has dejado
la carroza con los caballos. –
Pero
yo del pánico no escuchaba eso. Yo entendía:
– ¡Chico! Que te llevo al calabozo,
que te llevo al calabozo. –
Y
salí corriendo calle abajo en dirección La Picaraza. Aquel día había baile por
la mañana amenizado por el grupo de música Cosas Nuestras, que tenía entre sus
componentes a mi cuñado Carlos.
Pasé
de largo, llegué al Bar Chuchera y cogí dirección a la Plaza Morón, no sin
dejar de mirar por si me seguían los guardias.
Por
el Salón de Las Pulgas me encuentro con un grupo de muchachos de otro barrio
que se quedó extrañado al verme corriendo. Uno gritó al verme:
– Uno de los de
la Plaza…¡a por el muchachos! –
Otro
que era más grande y me conocía me preguntó:
– ¿Qué haces pa quí tu solo? –
Yo
contesté:
– Es que me persiguen los guardias. –
Dios
mío. Aquello fue una autentica estampida, unos para un lado, otros para otro. Y
yo corriendo sin parar. En estas me veo que uno corre a mi lado y yo le
pregunté porque venía conmigo. Me contestó que no sabía dónde ir. Yo le dije
que fuera donde fuera, estaba el practicante, los rodales, el cura o los
guardias, así que no corriera conmigo. Inmediatamente dejó de seguirme.
Pasé
por el Bar La Parada, cogí la calle por donde Felipe el Barbero, fui por el
cine Ruano, llegué al parque. Ya me tiré por Las Peñitas (claro, cualquiera se
fiaba). Bajé por el cine Osuna y por la calle San Antonio a casa.
Ya
casi sin respiración, subí pitando a mi habitación. No había nadie en casa, así
que me fui donde mi tía Chon, allí estaba mi madre y al verme sudando tan
sofocado y colorado me tocaron la frente.
– ¡Madre Juan Jesús! Si parece que tienes calentura hijo mío. – Dijo mi madre.
– ¡Mañana
al médico y al practicante! – Exclamó mi tía.
¡No
por dios, lo que faltaba! Me tuve que lavar entero y cambiar de ropa de nuevo, y por
supuesto otra vez repeinaino y con la rayina al lado.
¡Ah!
Y deciros que luego llegó mi padre a comer con la carroza y los caballos, y me
dijo:
– Toma que te la dejaste en el bar y salió el guardia llamándote para
dártela. –
Pues esa fue mi aventura y mis peripecias con el cura, los rodales, los
guardias y el practicante…bueno, y también con el hombre grandón.
Solo
sé que fui luego a misa durante varios domingos seguidos (como para no ir). También
fui monaguillo en Sartalejo hasta los catorce años. Claro que, como veterano,
era el que rellenaba las vinajeras donde el cura bebía el vino en misa, y antes
de echarlo a la jarra lo probaba por si estuviera picado. No se fuera a poner el cura malo.
Recuerdo
que un día bebí más de la cuenta y me mareé. Menos mal que le echaron la culpa
a las velas del altar, pero eso ya es otra historia que contar.