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Los Negritos de San Blas "Tradición Centenaria"

viernes, 10 de enero de 2020

El cura, los rodales, los guardias y el practicante

Mari Cruz y Juan Jesús Sánchez Alcón

Era un día de fiesta gorda en Montehermoso, y por eso estrenaba unas calzonas de cuadro, un niki blanco, y unas sandalias abiertas. Lo malo es que cuando te las pisaban, podían hacerte daño en los dedos. Y es que por entonces era costumbre cuando estrenabas botas, zapatos, zapatillas o sandalias, que te dijeran lo siguiente:

–  ¡Que las rompas cuando te mueras! – 

Seguido (claro está) con el consiguiente pisotón para ensuciártelas. Y no solo eso, encima luego llegabas a casa y cobrabas, y no precisamente dinero. Al verte con las zapatillas nuevas sucias o embarradas, tu madre se quitaba su zapatilla y con ella te calentaba bien las nalgas.

Pero vamos a lo nuestro. Ya “remuao”, mi madre me peinaba, y yo no paraba quieto impaciente por salir a jugar. Cuando terminó, fue a coger colonia para echarme y yo nervioso me asomé a la puerta.

Como no podía ser de otra manera, al asomarme por la cortina a ver si veía algún niño por la calle, me despeiné todo, así que mi madre me cogió del brazo y otra vez a peinarme de nuevo. Claro que entonces tenía más pelo, y muy rubio. El peinado habitual era con la raya al lado. Lo que mi madre no sabía, era que la raya y el peinado me iba a durar lo que me juntara con los niños de la calle.

La colonia, ¡hay que recuerdo tengo siempre de cuando la íbamos a comprar a la tienda de tía Crescencia que la teníamos al lado! Nada más entrar aquel olor tan bueno. Las chucherías que allí comprábamos, las revistas, los cuentos (que luego resulta que se empezaron a llamar comics con el tiempo). Y esa voz cálida y esa sonrisa de tía Crescencia. ¡Bonitos y entrañables recuerdos!

Bueno, ¡a lo que te voy! Íbamos porque mi madre me peinó y echó colonia, hay lo dejamos. Cuando estuve listo, salí pitando a la calle. Creo que os había dicho que la raya del pelo me duraría hasta cuando me juntara con los niños. Bien, pues me equivoqué. No llegó ni a eso. Al salir de casa, la cortina me “espelujó” (despeinó) de nuevo, pero cualquiera volvía a casa. Solo podía esperar que mi madre se quitara la zapatilla y me pusiera firme.

Fui al Bar Pistón a ver si salía José Luis. Nada más verme salió y fuimos a buscar a Carlos y sus hermanos "Los Mellis". Ya estábamos cinco. Luego se unió Constancio, otro de Santibañez el Bajo, y cuatro niños más. Uno era Miguel, otro el hijo de un taxista y los nietos de tía Crescencia. Doce niños con ganas de jugueta en un día de fiesta gorda.

Corríamos por la plaza y las campanas tocaban a misa mayor, las mujeres iban a la iglesia, y las mozas muy “pispiretas” (coquetas) sonreían alborozadas cuando se encontraban con algún chico.

Estábamos jugando a coger en los portales, todavía no habían puesto las carteleras, lo hacían después de misa. En eso andábamos, cuando un hombre muy grandón con sombrero y un cigarro en la boca que salía del bar de Ramón el Americano nos dijo en voz alta:

– ¿Que jadei paquí judinganuh? Hala coñu, irvuh a misa. –

Esto traducido para quien no entienda el habla montehermoseña sería algo así como:

– ¿Qué hacéis por aquí malandrines? Hala coño, iros a misa. –

– Nosotros no vamos a misa porque ya no hay sitio. – Le respondió uno de nosotros. Ya os podéis imaginar quien fue.

Aquel hombre grandón miró serió y dijo:

– Ya se lo digu yo a Don Honoratu el praticanti, vereih cuandu voh enganchi, vereih. – 
¡Oh dios mío! Casi por instinto me agarré las nalgas recordando las inyecciones de Don Honorato. El olor a alcohol cuando quemaba las agujas. Los niños llorando después del jerronazo. Y es que antes era esto o el supositorio. ¡Chacho, chacho! Mejor no ponerse malo. El dalsy no nos tocó a los de mi generación.

Los niños reían y reían. El hombre grandón más cabreao que se ponía. Y yo pensaba para mí. Si, si reíros, reíros, que como venga Don Honorato, aquí no queda ni uno.

El hombre enfiló al bar de Virgilio, y nosotros seguimos a lo nuestro a jugar. Sé que entrando le dije que porque nos decía que fuéramos a misa y él no lo hacía, y además se iba de bar en bar bebiendo chatos de vino.

Esto parece que desconcertó un poco al hombre grandón y no le hizo mucha gracia. Pero no dijo ni pío. (a eso hoy en día creo que lo llaman “zasca”, antes era “dejar planchao”). ¡A jugar otra vez muchachos! ¡Yujuuu!

No sé cuántos chatos se bebería, pero volvió a salir y siguió a lo suyo:

– Dejaruh que se lo diga a loh rodalih. –

Los niños más risas. El hombre ya tartamudeaba de la “melopea” (borrachera) que cada vez más se le notaba. No sabían lo que les esperaba.

¡Ah por cierto! Los Rodales era como llamábamos así en esa época a los policías municipales.

– También se lo voy a decir al cura, veréis cuando vaya al Pistón. – Volvió a decir en alto.

La cara de José Luis cuyo padre José tenía el Bar Pistón era un poema, pero es que la mía también lo era. Vivía al lado, y allí pasaba muchos días jugando con él. ¡Que cizañoso era el hombre grandón!

Una de las veces lo vi cómo se daba la vuelta y se reía, pero luego al mirarnos se ponía todo serio. No sabíamos que nos estaba tomando el pelo, y además que estaba escocido por lo que yo le había dicho. ¡Que joio el hombre grandón!

Vuelve al bar de Ramón el Americano, pero antes de entrar y en plan amenazante al ver que lo otro no le daba resultado, dijo en tono serio:

– ¿Voh seguih riendu no? Esperarbuh que se lo diga a loh guardiah, que vaih a dormil en el calabozu pelandu patatah. Reirvuh, reirvuh. –

Y se metió donde Ramón riendo, medio tambaleándose.

Nosotros a lo nuestro, jugando y corriendo. El hombre grandón nos miraba desde la puerta con el cigarro en la boca y riendo.

En esas que pasamos por la iglesia, la gente ya apuraba porque iba a empezar pronto la misa. Veníamos por la calle de tía Miguela corriendo en dirección a la plaza, cuando de repente salió de casa Don Honorato (el practicante), el hombre cerraba la puerta y nos miró, pero sin nada más, y nos echó una sonrisa. Nosotros nos quedamos todos parados sin saber qué hacer. Pasó no sé cuánto tiempo (seguro que segundos, pero que se hicieron eternos). Entonces saltó el que faltaba. El hombre grandón asomado gritaba riendo desde la puerta del bar:

 ¡Ahora, ahora! Cogiloh y ponlih a to una buena endición (inyección). –

Madre que templa de correr señor. Yo tiré por la calle del comercio de tía Felipa y tía Carmen en dirección al Corral Concejo. Ya ni recuerdo quien venía conmigo, el caso es que no sé de donde aparecieron los rodales. Venían tío José y Máximo.

Tío José me miró y me dijo: 

 ¿Qué hace por aquí el rubiales?  

Y me echó una sonrisa. Se llevaba muy bien con mis padres y nos apreciaba mucho. Máximo nos miró serio y nos dijo: 

 ¿Qué hacéis que no estáis en misa? –

¡Ya está! Aquel hombre grandón avisó al practicante y ahora había avisado a los rodales pensé yo. Otra vez a correr. Llegué hasta el cine Osuna de verano y lo rodeé (ya solo) para salir por la calle del estanco de tía Petronila. No fuera a ser que vinieran los guardias, el cura, o que se yo.

Después de un buen rato de mirar de esquina en esquina, me fui a casa. Miré en la calle y no vi a ningún niño ¿Dónde andarían?

Me puse a jugar con una carroza con seis caballos blancos. De vez en cuando me asomaba a la calle y nada. No venía nadie. Ya una de las veces vi venir corriendo a Los Mellis, los llamé, pero ni me hicieron caso. Corriendo se fueron a casa de su abuela del susto que llevaban.

Luego al cabo de un rato vi a José Luis venir colorao como un tomate y se metió en el bar. Yo cogí mi carroza y me fui con él.

Al principio había pocos hombres en el bar, pero al acabar la misa empezó a venir más y más gente. José Luis y yo jugábamos en la salita de la entrada que estaba a la derecha. En esas andábamos cuando vi que salió corriendo disparado y aquello me extrañó. Yo seguí a lo mío conduciendo mi carroza por el suelo. ¡Bueno, mi diligencia que queda más fino!

Arreaba a los caballos, cuando levanto la vista y veo a Don Antonio el cura con aquella sotana negra (Entonces comprendí porque salió corriendo José Luis). Tenía su café a cuenta, y seguro algún vino también pagado. Charlaba con un hombre trajeado cuando miró donde yo estaba. Me quedé petrificado y sin poder moverme. Tampoco se movían ya los caballos, por supuesto.

Solo tranquilicé cuando llegó mi padre con sus amigos, que también eran sus compadres. Se acercaron a hablar conmigo y bueno, entre todos algo me convidaron. Eso sí, no quitaba ojo al cura por si acaso.

Miro a ver si venía José Luis y lo veo escondido mirando de reojo a Don Antonio por la puerta, de las escaleras que daban a la casa. Vuelvo a seguir con mi juego porque si no los caballos no andaban nada, cuando de repente…¡Madre del amor hermoso! Pues que de repente entraron los guardias.

De chiquino no conocía la frase “al borde de un infarto”, bueno, pues creo que así estaba yo en aquel momento. Los guardias hablaban con mi padre y sus compadres. Yo pensaba ya que le estarían diciendo: 

– Tu hijo Juan Jesús hoy va a pelar patatas durmiendo en el calabozo. – 

Y encima veía como mi padre y los otros se reían. ¡No podía ser!

Ya ni sabía dónde tenía la carroza con los caballos. El corazón a 100, bueno a 200, ¡que digo!…a 300 por hora. Aginado y encima solo en aquella salita sin escapatoria. Ya me veía caminando esposado y los guardias apuntándome con las pistolas.

Un guardia me miraba y sonreía, pero yo ignorante creía que era porque pensaba que se alegraba de llevarme al calabozo. Así que en un momento de descuido que no me miraban salí “escopetao” corriendo del bar.

Me quedé un rato cerca de la casa de tía Dionisia y el Bar Barato. En esto que un guardia sale del bar y levantando la mano me dice: 

– ¡Chico! Que te has dejado la carroza con los caballos. –

Pero yo del pánico no escuchaba eso. Yo entendía:

 – ¡Chico! Que te llevo al calabozo, que te llevo al calabozo. –

Y salí corriendo calle abajo en dirección La Picaraza. Aquel día había baile por la mañana amenizado por el grupo de música Cosas Nuestras, que tenía entre sus componentes a mi cuñado Carlos.

Pasé de largo, llegué al Bar Chuchera y cogí dirección a la Plaza Morón, no sin dejar de mirar por si me seguían los guardias.

Por el Salón de Las Pulgas me encuentro con un grupo de muchachos de otro barrio que se quedó extrañado al verme corriendo. Uno gritó al verme: 

– Uno de los de la Plaza…¡a por el muchachos! –

Otro que era más grande y me conocía me preguntó: 

– ¿Qué haces pa quí tu solo? –

Yo contesté: 

– Es que me persiguen los guardias. –

Dios mío. Aquello fue una autentica estampida, unos para un lado, otros para otro. Y yo corriendo sin parar. En estas me veo que uno corre a mi lado y yo le pregunté porque venía conmigo. Me contestó que no sabía dónde ir. Yo le dije que fuera donde fuera, estaba el practicante, los rodales, el cura o los guardias, así que no corriera conmigo. Inmediatamente dejó de seguirme.

Pasé por el Bar La Parada, cogí la calle por donde Felipe el Barbero, fui por el cine Ruano, llegué al parque. Ya me tiré por Las Peñitas (claro, cualquiera se fiaba). Bajé por el cine Osuna y por la calle San Antonio a casa.

Ya casi sin respiración, subí pitando a mi habitación. No había nadie en casa, así que me fui donde mi tía Chon, allí estaba mi madre y al verme sudando tan sofocado y colorado me tocaron la frente.

– ¡Madre Juan Jesús! Si parece que tienes calentura hijo mío. – Dijo mi madre.

– ¡Mañana al médico y al practicante! – Exclamó mi tía.

¡No por dios, lo que faltaba! Me tuve que lavar entero y cambiar de ropa de nuevo, y por supuesto otra vez repeinaino y con la rayina al lado.

¡Ah! Y deciros que luego llegó mi padre a comer con la carroza y los caballos, y me dijo: 

– Toma que te la dejaste en el bar y salió el guardia llamándote para dártela. –

Pues esa fue mi aventura y mis peripecias con el cura, los rodales, los guardias y el practicante…bueno, y también con el hombre grandón.

Solo sé que fui luego a misa durante varios domingos seguidos (como para no ir). También fui monaguillo en Sartalejo hasta los catorce años. Claro que, como veterano, era el que rellenaba las vinajeras donde el cura bebía el vino en misa, y antes de echarlo a la jarra lo probaba por si estuviera picado. No se fuera a poner el cura malo.

Recuerdo que un día bebí más de la cuenta y me mareé. Menos mal que le echaron la culpa a las velas del altar, pero eso ya es otra historia que contar.

miércoles, 8 de enero de 2020

Los Reyes Magos que venían borrachos


Aquella fría noche del sábado 5 de enero de 1974, estaba impaciente y nervioso. Yo tenía 10 años y aunque nunca fui caprichoso de regalos (me conformaba con poco), esa noche estaba dispuesto a espiar a los Reyes Magos cuando entraran por el balcón. Reconozco que sentía cierto temor, más cuando escuche a una vecina decir – Esta noche vienen tres hombrones con las coronas a traer a los niños que se porten bien los regalos.

¡Dios mío! Tres hombrones pensé yo. Que susto madre mía si los veo subir al balcón.

Y con esas me fui a la cama y no dejaba de pensar. Las botas ya estaban en el balcón, solo esperaba que no se les ocurriera llevárselas a los reyes.

Las horas pasaban y no pegaba ojo. Así que me decidí a abrir la puerta del balcón. Lo hice con mucho cuidado para no meter ruido. Después de un buen rato pasando frío, me metí para dentro. Solo veía los tejados con una buena helada (pelona, como que decimos aquí).

Vuelvo a la cama. Ojos como platos. Venga pensar y pensar, y nada. Me vuelvo a levantar y a salir al balcón. ¡Y nada! Mas frío, y más helada.

Ya el sueño empezaba y también quizás el desengaño. ¡Hala!, a echar otra vez!

Me dormí y soñaba ya de madrugada cuando me despertó un sonido de pasos de caballos. El corazón se agitó y boté de la cama. Ya están aquí los reyes, pensé. Ahora no se escapan.

Aquel sonido retumbaba en la noche “taca tatáca, taca tatáca, taca tatáca. ¡Ya está! Esos son los caballos de los reyes.

Salgo al balcón y miro nervioso, y veo un hombre montado en un caballo y detrás un mulo con aperos que bajaba calle abajo. Vaya chasco. Otra vez a la cama, se ve que no era mi día. Digo, mi noche.

Vuelvo a los sueños, los pies “helainos” de frío de tanto estar a la intemperie. Ya entrando en calor me dormía cuando de repente siento voces. Me quedo un rato quieto y siguen las voces. Risas, algunas palmas y canciones. ¡Huy madre! Ahora sí que sí. Serían los pajes, digo yo. Y vendrían contentos.

Salgo de nuevo y agachado para que no me vieran y espero a que se acercaran. Después de un rato de cantar y cantar, aparecen por la calle de la plaza tres hombres en la penumbra. Había estado escuchando un rato como cantaban el Achilipú, Te estoy amando locamente, Acalorado…(de las que me acuerdo, vamos).

Uno gritaba – semos los reyes, semos los reyes, sacal los zapatos. –

Aquello me desconcertó, reyes cantando y sin camellos, sin pajes, ni coronas. Eso, y más viendo cómo se tenían que agarrar los tres porque si no se caían…bueno, es que los vi caer varias veces.

Luego se pusieron a bailar los tres un pasodoble (ahí fue una de las veces que se cayeron), y terminaron cantando lentos. Por el amor de una mujer y Tomamé o dejamé.

Recuerdo a uno decir que le iba a pedir la mano a la novia. Otro le decía que la mano se la tenía que pedir al padre. Y otro decía que eso no era para los de pueblo, que se hablaba con los padres y punto.

Era ya tan tarde que algún gallo ya cantaba tempranero, pero ellos seguían y seguían con su conversación. Al cabo de un rato empezaron a andar calle abajo y al llegar al Bar Pistón uno gritó – José abrimos. – Pero José el vecino y dueño del bar no abrió. Más adelante en el Bar Barato se sentaron a la puerta dos de ellos, mientras uno salió a tocar las puertas gritando – semos los reyes, semos los reyes, sacal los zapatos. –

No sé de dónde, pero salió una voz que dijo – Como salga pa fuera vos estampo contra la pared. – estaban borrachos, sí, pero corrían que perdían el culo.

El gallo a lo suyo, cantar y cantar, y yo me metí para dentro asustado y desconcertado por lo visto.

Al despertarme por la mañana baje a desayunar y ya ni me acordaba de reyes ninguno. Mi madre me dijo, ¿no has visto si te han dejado algo los reyes? Y entonces fui a ver, el regalo seguro que os suena a muchos, era una escopeta de plástico con un tapón de corcho. Los que tuvimos la infancia en los 70 también recordamos las pistolas de plástico, con la estrella de sheriff, el sombrero (también de plástico). Y como no, aquellos indios y pistoleros con sus caballos.

Total, que esa fue mi aventura en una noche de reyes. Pero queda la guinda final. Por la mañana los amigos salimos con los juguetes, recuerdo que el tapón de corcho lo encajé en un tejado, no llegó ni a mediodía. En uno de los descansos un amigo dijo. – Anoche me levanté y vi a los tres reyes. – Y entonces yo extrañado pregunté – ¿No vendrían cantando? –Sí, contestaron dos a la vez. Entonces mi desconcierto y desesperación fue total. Había visto a los reyes sin traje, sin corona, sin pajes, ni camellos, y con una “Tajá como un piano” (Tajá = Borrachera).

A partir de entonces no volví a salir al balcón.