En los albores del siglo XX, cuando en el mes de noviembre las calles de Montehermoso olían a tierra húmeda por las lluvias del otoño y las hogueras iluminaban las casas en el frío atardecer, era costumbre que los domingos gordos y los días festivos se llenaran de murmullos y miradas furtivas. En aquel tiempo, cuando la vida seguía el ritmo del campo y de las estaciones, el amor tenía su propio lenguaje: el de los gestos tímidos, los pañuelos bordados y las promesas que se insinuaban más que decirse.
Él, con su chaleco bordado y el sombrero ladeado, llevaba días reuniendo el valor para acercarse a ella. Sabía que no bastaba con cruzarse en el camino hacia la fuente ni con saludarla desde lejos cuando acompañaba a su madre al mercado de Plasencia montada en su yegua roja. El cortejo tenía su ritual, y cada paso debía darse con respeto y paciencia. Aquel mediodía decidió vestir su mejor atuendo; quizá, pensó, las flores de su sombrero y su porte elegante hablarían por él donde sus palabras no alcanzaban.
Ella, por su parte, había advertido desde hacía tiempo la intención en sus ojos. Al verla pasar con su andar saleroso y el pañuelo cuidadosamente anudado, sus amigas sonreían a escondidas: sabían que la muchacha esperaba algo más que un simple saludo. No lo decía en voz alta, pero en el fondo deseaba que aquel joven, siempre tan correcto, encontrara por fin el momento de acercarse.
Ese día, el destino los reunió frente a la era, cuando el sol comenzaba ya a suavizar su luz. Él se detuvo ante ella, sin saber muy bien si ofrecer la mano o guardar silencio. Ella, con la calma que solo da la certeza de un presentimiento cumplido, extendió la suya primero. Y así, en un gesto tan sencillo como profundo, se selló el inicio de su historia.
No hablaron mucho; el silencio también podía ser una forma de decirlo todo. Él acomodó una mano en la faja, intentando parecer más firme de lo que se sentía. Ella lo miraba con una mezcla de ternura y diversión, como si ya imaginara el futuro que podría nacer de aquel instante.
Con el paso del tiempo, dirían que aquel fue el primer día en que se vieron de verdad. Que en esa fotografía —que un fotógrafo inmortalizó para el recuerdo— quedó atrapado no solo un instante, sino el rumor de un amor que crecería entre danzas de fiesta, cartas escondidas y largos paseos por los senderos de encinas.
Y aunque nadie lo dijo entonces, ambos lo supieron desde que entrelazaron sus manos: que el amor, cuando llega sin prisa y con verdad, deja una huella tan nítida como la que resguardó para siempre aquella imagen en blanco y negro.