Por Domingo Quijada González
En estos días que estamos con leyendas, relatos o historias “quasi reales” me viene a la memoria una que me contaba mi difunta madre cuando yo era niño, en su regazo y junto a la chimenea en aquellas largas y frías noches invernales cuando, como no había tele ni móviles, ni Facebook, las familias se comunicaban.
En estos días que estamos con leyendas, relatos o historias “quasi reales” me viene a la memoria una que me contaba mi difunta madre cuando yo era niño, en su regazo y junto a la chimenea en aquellas largas y frías noches invernales cuando, como no había tele ni móviles, ni Facebook, las familias se comunicaban.
A ella se lo había contado su
abuela Isabel en similares circunstancias (entonces, los ancianos permanecían
con sus hijos hasta que morían, no se les enviaban a una residencia
geriátrica…). Más o menos, la leyenda –o historia real, según insistía mi
madre– podríamos resumir así:
Había en mi Montehermoso natal
dos hermanos, casados pero que hacían vida casi en común (excepto por las
noches, claro está) y, además, sus casas eran colindantes. Heredaron –entre otras propiedades– una viña que les proporcionaba un excelente
caldo de pitarra, que reservaban para ocasiones especiales.
Como les decía, pasaban
demasiadas horas fuera del hogar, ya fuera por cuestiones laborales o de ocio.
Lo que no era del agrado de sus esposas, como es natural. Y como éstas no tenían niños –lo que era muy raro entonces–, compartían sus
horas de soledad con alguna distracción rutinaria o hablando. Hasta que una
noche, mientras ellos estaban en la taberna, les dio por echar una partida de
cartas –a la “escalera”, decía mi difunta madre–, acompañando el juego con unos
“buñuelos de rueda” (excelentes y reconocidos dulces, muy típicos de
Montehermoso) y una copita de vino que escanciaron de la tinaja.
Pero, lo que comenzó como una
novedad, con los días se convirtió en hábito. Y, cuando se quisieron dar
cuenta, el recipiente se estaba vaciando.
– ¡Habrá que hacer algo! –dijo
Alicia–, antes de que llegue la matanza y Navidad.
– ¡Ya lo pensaremos! –respondió
Gregoria con calma.
Y bien que lo tramaron:
llenaron la tinaja de piedras, cubrieron los bordes de la tapadera con engrudo,
buscaron dos sábanas viejas y sendos candiles de la troje y aguardaron el
momento propicio con tranquilidad.
Que no tardó en llegar, dadas
las reiteradas ausencia: un anochecer del uno de noviembre, cuando los hombres
regresaban de pescar barbos del río Alagón con su trasmallo, del ideal y
profundo charco de la “Aceña Vieja”; al pasar junto a la “Cruz de la Ansomá” –a
la vista ya del pueblo–, tras unas zarzas surgieron dos sombras blanquecinas
que alargaban un farol, modulando a la vez fuerte y profundamente la siguiente
expresión:
– ¡Por ir a pescar el Día de
los Santos, la tinajita de vino se ha vuelto canto!
El resto, nunca lo recuerdo
bien porque, o me quedaba dormido (por eso se lo contaba yo a mis hijas al
acostarse cuando eran pequeñas, y daba resultado…), o tía Adriana (dep) me daba
diferentes versiones, pero que se podrían resumir de modo similar: dos mujeres
apagando el candil y quitándose el disfraz de fantasma, corriendo por una
calleja y atrochando para llegar a casa antes que sus maridos; y, ya cada una
en su casa, cambiar los zapatos por las babuchas, desprenderse del suave y
cálido pañuelo, ponerse el mandil, atizar la lumbre, poner la mesa, respirar
profundamente, lanzar un hondo suspiro y aguardar que se representara el último
acto. El resto, se lo pueden imaginar…
Domingo Quijada González