martes, 24 de noviembre de 2020

El caballo de palo


Dedicado a toda la gente que vivió en la Finca de Sartalejo.

    Aquel caballo de palo que tenía atado en la "enramá" enfrente de mi casa era algo especial. Como casi todos, era de chopo y su largo rondaba los tres metros. Tenía su cuerda a modo de rienda, su boca grabada y hasta los ojos dibujados. Esperábamos a salir de la escuela; entonces había mañana y tarde, y salíamos a las cinco. Corriendo a por el cacho de pan y al galope. Los niños, cada uno con su corcel, corríamos barrera arriba espoleando a los caballos y levantando polvo; aquello era el vivo escenario del lejano oeste. Y el ruido, ese ruido de los palos... no sé, a veces seis, siete o diez palos arrastrando al unísono. Pero no queda ahí la cosa, ya que también espoleábamos a los equinos y a gritos decíamos: - ¡Jía, jía, jía! - y a la vez hacíamos el sonido del trote (vamos, que imaginación no nos faltaba). Era algo así como:

  • Tu, tucutú, tucutú - y corríamos e íbamos en busca de aventuras.

    Recuerdo ir entre una chopera y, al llegar a un regato, todos paramos a dar de beber a los caballos; claro está, estaban sedientos. Luego ya bebíamos nosotros y seguíamos la marcha. También nos bajábamos de vez en cuando, era para que no se cansaran de tanto galope. Cuando veíamos a las muchachas, hacíamos como que el caballo se ponía de manos y relinchaba:

  • ¡Iiiihihihiiiiihihihihihiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiijíjijíiiiiiijijijiiiiiii! - Entonces hacíamos como que el caballo bailaba y decíamos:
  • ¡Sooooooooooo! - para a continuación espolearlo y decir: - ¡Arre, arre! - y el corcel obedecía, como no.

    Más adelante llegamos al acueducto; allí había entre sus arcos unas higueras "bobas" con unos tallos largos, muy largos. - ¡Algún vigía para ver si vienen los indios! - exclamó uno. Y allí estaba yo. Subí arriba gateando por aquellos tallos; a medida que subía más se bamboleaban y, claro, yo por hacer la gracia, más y más los movía y más me rifaba el "guarrapazo". Abajo todos miraban esperando que cayera (y vosotros que estáis leyendo esto seguro que también, pillines, que me lo estoy imaginando). Pues no, no caí entonces. Bajé, tomé las riendas de mi caballo y jaleé al grupo: - Sigamos, no hay indios. - Y enfilé barrera abajo a todo trote hasta que resbalé al pisar una hoja de la higuera "boba" y salí "rangando" barrera abajo con mi caballo. El trompazo fue de cuidado, pero claro, no me quejé, me coloqué el sombrero de pistolero, aquel sombrero de plástico duro que terminaba en forma de pico delante.

    Cuando íbamos galopando, las rodillas iban sangrando, y los codos. Pero claro, los pistoleros eran muy duros. Algunos compañeros me miraban y yo movía la cabeza como diciendo: - Esto no es ná. - Aunque en el fondo pensaba cómo reaccionaría mi madre; seguro que ahí ya no era tan valiente, porque el pantalón llevaba un buen siete.

    Entonces vimos a lo lejos cómo venía un hombre en un burro. - Ahí viene el enemigo - dijo uno. - ¡Cuerpo a tierra! - y los caballos escondidos entre una zarza para que no relincharan, por supuesto. Al paso empezó una lluvia de disparos que, al igual que el trote de los caballos, imitábamos con la boca: Pichicún, pichicún, pichicún. Pichún, pichún, pichún. Piun, piun, piun. Piñun, piñun, piñun.

    Aquí el repertorio del sonido de las balas era muy variado, dependiendo de quién las disparara, al igual que las armas: escopeta de plástico con tapón, pistola de asta, pistola de misto o un cacho palo que hacía la función de ambas. El caso es que el hombre se "cabreó" y dijo: - Si me baju del burro, voh vaih a enteral toh, "judinganuh". - Risas, seguimos disparando. Más risas, hasta que el hombre hizo como que se tiraba del burro y los pistoleros salieron de uñas huyendo en desbandada. Cogieron sus caballos y salieron al galope "zurrados" de miedo, con tan mala suerte que uno pisó mi caballo y me rompió un cacho de palo, quiero decir, de caballo. ¡Qué disgusto, dios! Allí estaba yo viendo mi caballo herido cual pistolero apenado.

    Al llegar a Sartalejo dejamos los caballos en un pabellón y nos pusimos a jugar. Se nos hizo tarde y allí quedaron los caballos. Al día siguiente por la mañana, en el recreo, fui a ver el caballo, pero ya no estaba. ¡Qué desazón, qué preocupación! Las vueltas que di buscándolo. El caso es que solo faltaba el mío. La casualidad quiso que averiguara dónde estaba, y es que al día siguiente escucho en el caño de la fuente a tía Serafina hablar con mi madre, cómo le decía que su marido (tío Emeterio) se había encontrado un palo más bueno para colgar los pimientos en el pabellón. Los otros eran muy largos, decía, pero este era ideal. Y allí imaginaba yo a mi caballo sosteniendo unos corales de pimientos. ¡Qué tristeza, señor! Tío Emeterio era el hombre que iba en el burro y en ese momento pasaba por allí y me guiñó el ojo diciendo por lo bajo: - Vaya palo más bueno que tengo, "chiquele", seguro que era de algún pistolero. - El pistolero (o sea, yo) se quedó herido de verdad, vamos, que me dolía más que el "trapajazo" que pegué cuando caí barrera abajo.

    Entonces recordé aquellas varas largas de la higuera "boba"; eran largas y rectas, y algunas tenían el mismo grosor que el de mi caballo. Dicho y hecho, ya tenía nuevo corcel, y este sé que tío Emeterio no me lo cogería porque las ramas de higuera no servían. Pero con lo que no contaba el pistolero era con que la montura no sería igual, ya que la savia de la higuera le provocó no pequeños escozores en, salve sea la parte. Por cierto, también hacíamos arcos y flechas, pero eso ya para otra historia.

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