Dedicado a toda la gente que
vivió en la Finca de Sartalejo.
Aquel caballo de palo que tenía
atado en la "enramá" enfrente de mi casa era algo especial. Como casi
todos, era de chopo y su largo rondaba los tres metros. Tenía su cuerda a modo
de rienda, su boca grabada y hasta los ojos dibujados. Esperábamos a salir de
la escuela; entonces había mañana y tarde, y salíamos a las cinco. Corriendo a
por el cacho de pan y al galope. Los niños, cada uno con su corcel, corríamos
barrera arriba espoleando a los caballos y levantando polvo; aquello era el
vivo escenario del lejano oeste. Y el ruido, ese ruido de los palos... no sé, a
veces seis, siete o diez palos arrastrando al unísono. Pero no queda ahí la
cosa, ya que también espoleábamos a los equinos y a gritos decíamos: - ¡Jía,
jía, jía! - y a la vez hacíamos el sonido del trote (vamos, que imaginación no
nos faltaba). Era algo así como:
- Tu, tucutú, tucutú - y corríamos e íbamos en busca
de aventuras.
Recuerdo ir entre una chopera y,
al llegar a un regato, todos paramos a dar de beber a los caballos; claro está,
estaban sedientos. Luego ya bebíamos nosotros y seguíamos la marcha. También
nos bajábamos de vez en cuando, era para que no se cansaran de tanto galope.
Cuando veíamos a las muchachas, hacíamos como que el caballo se ponía de manos
y relinchaba:
- ¡Iiiihihihiiiiihihihihihiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiijíjijíiiiiiijijijiiiiiii!
- Entonces hacíamos como que el caballo bailaba y decíamos:
- ¡Sooooooooooo! - para a continuación espolearlo y
decir: - ¡Arre, arre! - y el corcel obedecía, como no.
Más adelante llegamos al
acueducto; allí había entre sus arcos unas higueras "bobas" con unos
tallos largos, muy largos. - ¡Algún vigía para ver si vienen los indios! -
exclamó uno. Y allí estaba yo. Subí arriba gateando por aquellos tallos; a medida
que subía más se bamboleaban y, claro, yo por hacer la gracia, más y más los
movía y más me rifaba el "guarrapazo". Abajo todos miraban esperando
que cayera (y vosotros que estáis leyendo esto seguro que también, pillines,
que me lo estoy imaginando). Pues no, no caí entonces. Bajé, tomé las riendas
de mi caballo y jaleé al grupo: - Sigamos, no hay indios. - Y enfilé barrera
abajo a todo trote hasta que resbalé al pisar una hoja de la higuera
"boba" y salí "rangando" barrera abajo con mi caballo. El
trompazo fue de cuidado, pero claro, no me quejé, me coloqué el sombrero de
pistolero, aquel sombrero de plástico duro que terminaba en forma de pico
delante.
Cuando íbamos galopando, las
rodillas iban sangrando, y los codos. Pero claro, los pistoleros eran muy
duros. Algunos compañeros me miraban y yo movía la cabeza como diciendo: - Esto
no es ná. - Aunque en el fondo pensaba cómo reaccionaría mi madre; seguro que
ahí ya no era tan valiente, porque el pantalón llevaba un buen siete.
Entonces vimos a lo lejos cómo
venía un hombre en un burro. - Ahí viene el enemigo - dijo uno. - ¡Cuerpo a
tierra! - y los caballos escondidos entre una zarza para que no relincharan,
por supuesto. Al paso empezó una lluvia de disparos que, al igual que el trote
de los caballos, imitábamos con la boca: Pichicún, pichicún, pichicún. Pichún,
pichún, pichún. Piun, piun, piun. Piñun, piñun, piñun.
Aquí el repertorio del sonido de
las balas era muy variado, dependiendo de quién las disparara, al igual que las
armas: escopeta de plástico con tapón, pistola de asta, pistola de misto o un
cacho palo que hacía la función de ambas. El caso es que el hombre se
"cabreó" y dijo: - Si me baju del burro, voh vaih a enteral toh,
"judinganuh". - Risas, seguimos disparando. Más risas, hasta que el
hombre hizo como que se tiraba del burro y los pistoleros salieron de uñas
huyendo en desbandada. Cogieron sus caballos y salieron al galope
"zurrados" de miedo, con tan mala suerte que uno pisó mi caballo y me
rompió un cacho de palo, quiero decir, de caballo. ¡Qué disgusto, dios! Allí
estaba yo viendo mi caballo herido cual pistolero apenado.
Al llegar a Sartalejo dejamos los
caballos en un pabellón y nos pusimos a jugar. Se nos hizo tarde y allí
quedaron los caballos. Al día siguiente por la mañana, en el recreo, fui a ver
el caballo, pero ya no estaba. ¡Qué desazón, qué preocupación! Las vueltas que
di buscándolo. El caso es que solo faltaba el mío. La casualidad quiso que
averiguara dónde estaba, y es que al día siguiente escucho en el caño de la
fuente a tía Serafina hablar con mi madre, cómo le decía que su marido (tío
Emeterio) se había encontrado un palo más bueno para colgar los pimientos en el
pabellón. Los otros eran muy largos, decía, pero este era ideal. Y allí
imaginaba yo a mi caballo sosteniendo unos corales de pimientos. ¡Qué tristeza,
señor! Tío Emeterio era el hombre que iba en el burro y en ese momento pasaba
por allí y me guiñó el ojo diciendo por lo bajo: - Vaya palo más bueno que
tengo, "chiquele", seguro que era de algún pistolero. - El pistolero
(o sea, yo) se quedó herido de verdad, vamos, que me dolía más que el
"trapajazo" que pegué cuando caí barrera abajo.
Entonces recordé aquellas varas largas de la higuera "boba"; eran largas y rectas, y algunas tenían el mismo grosor que el de mi caballo. Dicho y hecho, ya tenía nuevo corcel, y este sé que tío Emeterio no me lo cogería porque las ramas de higuera no servían. Pero con lo que no contaba el pistolero era con que la montura no sería igual, ya que la savia de la higuera le provocó no pequeños escozores en, salve sea la parte. Por cierto, también hacíamos arcos y flechas, pero eso ya para otra historia.