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Los Negritos de San Blas "Tradición Centenaria"

viernes, 25 de diciembre de 2009

La soledad del barquero

Barquero (1995) Jesús Fernández

Anselmo, salió al exterior del bujío para disfrutar del amanecer sobre el río Tajo. Una ráfaga de aire frío, hizo que se apretara instintivamente la pelliza al cuerpo, subiéndose el cuello. El cielo, de un gris plomizo, amenazaba con aplastar la tierra, el día prometía lluvia y frío, al igual que las tres semanas anteriores.

Empezaba a estar harto de aquel invierno crudo. Recostado sobre la pared de piedra y al resguardo del aire, hizo chasquear el mechero de pedernal para encender el cigarrillo liado la noche antes. Aquellos momentos anteriores a la jornada de trabajo, le resultaban de lo más placentero, aunque, a decir verdad, hacía días que no transportaba a nadie a la otra orilla, hizo memoria y por lo menos habían pasado quince días sin que nadie requiriera sus servicios de barquero. Allí en el Agujero, en la orilla opuesta a la villa de Garrovillas, la soledad se cebaba en su persona, cada año le resultaba más penoso su trabajo.

Primero, fue su mujer, llamada todavía joven a rendir cuentas a San Pedro; después, sus hijos que, ante la falta de futuro emigraron a las Vascongadas en busca de un trabajo, y ahora la falta de clientes con quien cambiar noticias, su contacto habitual con el exterior durante meses. Un leve rebuzno distrajo su atención. Paca la burra, hija de Rufina, devorada por los lobos hacía ya cinco años, reclamaba su ración diaria de paja y centeno. Anselmo, se dirigió al cobertizo, cogiendo un fardo de heno y un balde con centeno para Paca. Después de echarle de comer, regresó a casa, con intención de tomarse un café negro con mucho azúcar y un currusco de pan de sobras de la cena. Al buscar en la alacena el azúcar, cayó en la cuenta que se estaba retrasando el hombre del jato, como era conocido por los pastores de Rehana, el buhonero encargado del avituallamiento de aquellas gentes. En un par de días, de no aparecer, tendría que acercarse a Portezuelo, para abastecerse de lo necesario para aguantar otros quince o veinte días.

Mientras removía su café, se acercó a la chimenea, donde un pequeño fuego luchaba con prender en un tronco que puso al levantarse. Sentado en su tajo de corcha, absorto en las llamas, empezó a repasar su vida de barquero en aquel Tajo, que si bien mantuvo a su abuelo y a su padre, ahora parecía decirle que toda una época estaba pasando. Cada vez sus servicios eran menos solicitados, la gente prefería ir en la empresa hasta Garrovillas, o en sentido inverso a Torrejoncillo, sin necesidad de ir caminando los más y en caballería los menos, para cruzar el río en barca.

Cuantas historias vividas y contadas por terceros atesoraba en su memoria, como la última cacería de lobos en la sierra del Arco, donde se abatió a la única loba de los contornos. Ahora los echaba de menos, inteligentes y astutos algún susto le dieron, pero a las noches les faltaba algo con su ausencia, y si ahora puede contarlo es gracias a sus fieles mastines; Tizón y Retama, que orgulloso se sentía de aquellos animales y como lloro cuando fueron asesinados por algún desaprensivo trampero. Recordar aquello, todavía le hacía encogerse él estómago, de haber encontrado al culpable el día que descubrió a sus perros atrapados en los cepos, lo habría despellejado vivo.

Si, son muchos años viviendo en estas tierras, viendo pasar gentes de toda condición; ganaderos a la feria de Garrovillas, segadores de Hinojal, olleros y pañeros de Torrejoncillo, leñadores de Acehuche, incluso de niño conoció algún notario y hasta un obispo. Decididamente, aquello pasó, el progreso lo estaba arrinconando y él ya no tenía fuerzas para seguir luchando por un mundo que tocaba a su fin. Al levantar la vista del fuego, miro por la ventana, en ese momento un ojo se abrió en el cielo y un rayo de luz ilumino su barca. Qué bonita y que sola te estas quedando, pensó.


Antonio Mª. Serrano Fraile